Review, performance at Kodo stage, Athens, 2017
ftom ELIANA OTTA's diary
Un sábado en Atenas (o diferentes maneras de hacer vibrar los órganos vitales) De las 11:00 am a las 4:30 pm (...) Afortunadamente la tercera mesa, How do indigenous symbolic representations help us visualize resistance? nos ayudó a salir del entrampamiento bicolor y a visualizar no solo la resistencia, sino estrategias para imaginar y actuar más allá de los corséts institucionales (del espacio artístico) o estatales. En su primera intervención, Gladys Tzul Tzul expuso experiencias de trabajo colectivo en Guatemala que desafían nociones de autoría y propiedad, así como las lecturas oficiales que relegan los tejidos hechos por mujeres indígenas a productos para maravillar el ojo turístico. Al explicar las diversas maneras en que las prácticas y rituales comunitarios estructuran las formas de trabajo y creación indígena, Gladys subrayó la importancia de las fiestas como estrategias para crear cortocircuitos simbólicos que nos permitan atisbar lo que sería un mundo al revés. Sin embargo, más que proponer una lectura utópica de sus prácticas, demostró que la colectivización de la propiedad y compartir el quehacer creativo en los contextos indígenas, son una realidad en permanente renovación y auto afirmación, sostenida por un hilo que, por más frágil que pueda ser, les permite conectar pasado, presente y futuro con fluidez y coherencia. Benvenuto Chavajay, comenzó saludando con “buenos días y buenas tardes para todo el mundo”, recordando que mientras acá era de mañana, en Guatemala era tarde aún. El se presentó como alguien de “la generación de hijo de padres analfabetos, por eso existo luego resisto y re-existo” y durante su charla, citó varias veces a su padre al explicar su manera de entender el mundo. Benvenuto describió su arte como una manera de desempolvar la historia y despertar una memoria anestesiada, como un modo de darle una segunda oportunidad a la piedra para redignificarla, pero también, evocando su herencia cultural, como otra forma de “decir una verdad en forma de mentira y decir una mentira en forma de verdad”. Es así que el artista denunció su propia desaparición en un periódico local, con foto y reportaje a color; le echó cal, literalmente a un acuerdo de paz de su país y dibujó a Cristóbal Colón cubierto de maíces, para “encubrir al descubridor”. Benvenuto se tatuó la tarjeta de identidad de Doroteo Guamuche, quien ganó las olimpiadas, pero cuyo nombre fue cambiado por un presentador norteamericano por Mateo Flores, y así quedó inmortalizado en el principal estadio guatemalteco. El artista consiguió poner en debate en el Congreso la restitución del nombre correcto y exhibió su tatuaje ante la prensa el día en que la mayoría de congresistas aprobó el cambio de las letras en la fachada del monumental edificio. Las fotos que contrastaban el antes y el después de la operación, no solo eran la evidencia de una acción tan poética como reivindicativa, sino también una reconfortante muestra de lo que pueden lograr sencillos gestos artísticos cuando penetran inteligentemente las instancias del poder. La próxima misión que se ha propuesto Chavajay, es acercarse a la ONU a exigir la devolución de los antiguos códices mayas y de otras culturas indígenas, sin las cuales el alma de Guatemala ha enfermado. El sostuvo convencido que su país no necesita dinero, que su país necesita recuperar su alma. Y que el arte se ha mudado a los pueblos, donde no necesita de público, sino de la atención de las piedras. Aunque probablemente el auditorio no sabía cómo relacionarse con esa afirmación, para mí fue emocionante cuando él recordó que su padre le decía que si ve a algún indígena caminando con la cabeza gacha no es porque está vencido, sino porque le está hablando a la tierra. Quinientos años de lucha, muerte y resistencia podían resumirse en esa frase. Quinientos años de malas interpretaciones y de desprecio a quienes prestan atención a lo que dice quién nos provee de alimentos y de vida, de pronto encontraban una manera de condensarse en pocas pero poderosas palabras. Así también el arte de Benvenuto resultaba una fuente inspiradora de renovación para nuestras energías dormidas, marginadas o subestimadas. Para quienes estábamos en ese auditorio como prueba de que el mundo no se divide en negro y blanco, para quienes venimos también de países históricamente enfermos y con heridas en la historia, o mejor dicho, con historias hechas de heridas, escuchar a Gladys y a Benvenuto fue como sanar un poquito. Fue también un recordatorio de que nuestra hibridez puede y debe ser fuente de acción creativa, y no de parálisis ante la inmensidad de lo que nos duele. En ese reducido pero variado espacio, sin embargo, mientras algunos nos sentimos emocionados, otros se mantenían más bien escépticos, como expresó una asistente que, al preguntarle a Gladys por la situación de la propiedad de la tierra en Guatemala, no dejaba de usar la expresión communal dream. Evidenciando su desconocimiento sobre las históricas luchas indígenas, la pregunta resultaba casi ofensiva en su manera de elevar a la abstracción y a una suerte de ingenua utopía, una realidad concreta cuya defensa en Latinoamérica cuesta vidas diariamente, en su intento de resistir a un capitalismo fagocitante, experto en sabotear todo aquello que se resista a ser privatizado y vendido. |
(...)
De las 5:00 a las 8:00 pm
Estas sospechas se confirmaron al poco rato, pues mi día continuó dedicado a la atenta escucha, pero esta vez los extranjeros (artistas residentes de Capacete) escuchamos, totalmente entregados, a un griego, Orestes Doulos, el hermano de uno de los residentes, Nikos. Orestes es miembro del Partido Comunista Griego y participó en la coalición de izquierda que apoyó a Ziriza hasta que éste hizo todo lo que hubiera hecho de haber ganado el Sí, a pesar haber ganado el No, en el referéndum del 2015. Orestes nos hizo un breve repaso por la historia reciente de su país, vinculando su condición de ser el eslabón más frágil de la cadena que compone la Unión Europea, con la debilidad de su base productiva, una casi inexistente industria y una economía de servicios, exceptuando las inversiones de los dueños de los barcos, quienes también poseen los equipos de futbol y los medios de comunicación. Es decir, un puñado de magnates tradicionalmente beneficiado por el Estado, entre los cuales destaca el imperio Onassis.
(...)
Hoy él es consciente de que adviene el colapso. Dice que nadie cree que Grecia pagará la deuda y que todos lo están esperando, aunque no es claro cómo pueden estar preparándose para su llegada. Raúl recordó entonces a quien acuñó el término “antropoceno” y cómo según él, lo que deberíamos hacer es dejar de pretender cambiar un final irreversible y más bien preguntarnos seriamente cómo queremos utilizar nuestra etapa final sobre la tierra. Raúl dijo que haber venido acá, desde nuestros respectivos países, era como haber venido a acompañar un proceso de despedida, de duelo. Yo me preguntaba cómo ayudar a facilitar un duelo colectivo de una izquierda con el corazón roto, ¿cómo tratar de curar las heridas causadas al constatar que esperanzas genuinas fueron apostadas a quien probablemente ya sabía que no cumpliría lo que prometía? Recordaba también la ilusión que su referéndum despertó en otras partes del mundo, en países lejanos y muy distintos, en tantas otras izquierdas que también necesitan curarse, en mí y en tantas otras personas que hemos pasado los últimos años recuperándonos de decepciones semejantes, preguntándonos cómo volver a conectarnos con la posibilidad de creer en cambios colectivos y reales.
La incertidumbre y la melancolía nos fueron envolviendo, pero como sentimientos discretos y hasta amables, quizá porque nos sentíamos del bando correcto, ante el panorama de los extremismos locales que Orestes nos describía, pero sobre todo porque estábamos juntos, reunidos. Sentíamos que por fin empezábamos a comprender las maneras sutiles en las que la desesperanza se manifestaba entre gentes que hasta entonces nos habían parecido entusiastas, abiertos y muy gentiles. La plazita de Kipseli en sí misma no parecía evidenciar ese sombrío estado anímico general, con sus bien cuidados jardines, animadas cafeterías y juegos realizados por los niños y niñas del barrio. Hablábamos de depresión en un entorno alegre.
Estábamos concentrados en aprender de este nuevo contexto, cuando de pronto sonó un golpe seco, duro, muy violento. Volteamos a mirar de dónde venía el ruido y pudimos ver una pierna que regresaba a su posición vertical luego de haberse flexionado y estirado rápidamente para alcanzar a patear una paloma, como si fuera una pelota de fútbol que protagoniza un penal decisivo. El hombre que casi mata a ese animal volteó malhumorado mientras la mujer que lo acompañaba sonreía. Las palomas huyeron velozmente. Seguramente una de ellas murió al poco rato, con los órganos internos reventados, no lo sé. Sé que sentí un escalofrío intenso. Que me vibró todo el cuerpo llenándoseme de una energía angustiante, mientras compartía un dolor que se conectaba al de Sol, Gris y Raúl. Nuestras miradas se encontraron rápidamente, impávidas en ese momento de confusión y de inverosimilitud. Gian se reía al escuchar que Orestes solo comentó que “así eran los balkanes” y yo pensé que realmente desconozco demasiado al respecto si ese episodio pudo sacudirme como nada que hubiera visto hasta entonces durante mi estadía en Atenas. Ni los encuentros cotidianos con yonquies con opacas concavidades en lugar de ojos, ni los restos de sus precarias pertenencias en los parques; ni las veredas con condones, agujas e inyecciones desparramadas; ni el imparable flujo de clientes saliendo y entrando a toda hora de evidentes prostíbulos; ni las ficciones de refugio hechas con materiales reciclados donde la gente duerme en las calles; ni la mano ensangrentada que vi hace pocos días, luego de una pelea en una zona transitada solo por hombres, noche y día. No sé si tiene sentido elaborar una lista como esta, sobre todo porque cada día pasan cosas que podría sumarle, pero a pesar de eso, hasta ahora nada ha estremecido mi cuerpo como esa patada.
La sencilla generosidad de Orestes, sin embargo, logró recuperar nuestra concentración y continuamos conversando, largamente, hasta cuando me di cuenta de que iba a ser la hora de una función de butoh a la que quería asistir.
De las 8:30 pm al vacío
En un espacio llamado Kodo, se presentaba la española Marianela León Ruíz, que una de las pocas practicantes de esa danza en el Perú me había recomendado conocer. El lugar estaba totalmente en silencio, y Marianela tenía toda la atención del pequeño auditorio, así como la mía. Ella se movía lentamente sobre una silla, echándose y replegándose sobre sí, nunca cómoda, nunca estable: su cuerpo controlaba la situación, pero al mismo tiempo parecía estar dudando si decidirse a dejarse caer a alguna especie de vacío que empezábamos a intuir a su alrededor. Y que poco a poco nos daríamos cuenta de que nos lo hacía habitar.
La silla terminó estando entre sus piernas, acompañándola en un caminar rengueante, dificultoso, como si fuera la prótesis de alguna extremidad invisible que se abría paso en el mundo material, a su costa. Las sensaciones que me produce el verla me son de alguna manera familiares. Ya sé. Clarice. Clarice Lispector. La pasión según G.H.
(“He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin necesitar siquiera inquietarme por ello.”)
Cuando se liberó de la silla, los movimientos fueron tomando todo el cuerpo, pero su paso a una mayor libertad no fue simple ni fluido. Había en ella algo que parecía surgir en medio de una lucha interna cuya angustia no llegábamos a comprender totalmente, por más que era notoria física y sonoramente, gracias a ciertos ruidos que Marianela hacía, o que más bien, salían a través suyo, como si ella no pudiera evitarlo. Sus contracciones entrecortadas alternaban la expansión y la apertura de sí, con gestos introvertidos de los cuales nuevamente brotaba ese otro yo que parecía estar exigiendo parirse a sí mismo. Los sonidos que llegaban a nosotros a través de ella me hacían pensar en algún ave inexistente, mientras su cuerpo seguía indeciso entre expulsar o proteger esas otras alteridades que parecían habitarla. Nuevamente la angustia venía a mí, recorriendo mi cuerpo, despertando los remanentes de la sensación que me produjo la paloma que fue pateada mientras pasaba el rato inadvertidamente. Afuera lloraba un bebé, incansable. Su llanto volvía intensificaba los estremecimientos que me recorrían. Nuevamente cierta familiaridad en el ritual que presenciábamos me llevaba a un libro que me conmovió mucho. Esta vez Octavia. Butler. Bloodchild.
(“Terrans should be protected from seeing.” I didn’t like the sound of that—and I doubted that it was possible. “Not protected , I said. “Shown. Shown when we’re young kids, and shown more than once. Gatoi, no Terran ever sees a birth that goes right. All we see is N’Tlic—pain and terror and maybe death.” She looked down at me. “It is a private thing. It has always been a private thing.”)
Como si Marianela estuviera mostrándonos lo que es vivir sabiéndonos habitados por la muerte. Por la muerte a la que nos vamos acercando cada día vivido; por la muerte de quienes queremos y que lamentamos como si pudiéramos hacer algo para evitarla; por la muerte que nos rodea y ante la que elegimos ser indiferentes para sobrellevar la impotencia. También era como si observándola pudiéramos comprender algo sobre la falta que nos constituye, como si observándola pudiéramos hacer vibrar esa falta en cada uno de nosotros. No comprenderla racionalmente ni intentar localizarla o fijarla, sino encarnarla, al menos por un momento. Es decir, aceptar más bien nuestra falta de comprensión. Nuestra incapacidad para comprender la falta y la muerte, sobre todo la propia.
“(No. Toda comprehensión intensa es finalmente la revelación de una profunda incomprehensión. Todo momento de hallar es un perderse a uno mismo. Tal vez me haya acontecido una comprehensión tan total como una ignorancia, y de ella vaya a salir intacta e inocente como antes. Cualquier entender mío nunca estará a la altura de esa comprehensión, ya que solamente vivir es la altura a la que puedo llegar, mi único nivel es vivir. Sé que ahora, ahora conozco un secreto. Que ya estoy a punto de olvidar, ah, siento que estoy a punto de olvidarlo...”)
Marianela se dirige hacia la ventana de ese tercer piso en el que estamos. Para entonces ya se ha quitado la ropa y su cuerpo, delgado, algo peludo, se encarama en el dintel apoyándose en la silla de una espectadora. Seguramente la espectadora no llegó a ese lugar pensando que en algún momento todos nuestros ojos se dirigirían hacia ella. Más aun, al despertar ese día, probablemente no imaginó que más tarde tendría a pocos centímetros del rostro una pierna desnuda y el vello púbico de Marianela, y que sería partícipe de la compleja broma que nos estaba jugando. Y es que claro que causaba gracia verla parada en el borde de la ventana, con medio cuerpo fuera y pensar en los transeúntes a los que se le apareció de pronto un culo al aire en su paseo por el centro turístico ateniense. Pero también producía un cierto escalofrío el saberla en el límite exacto entre el resguardo y la caída, al borde de esa posibilidad, aun si fuera metafóricamente hablando. Su cuerpo estaba ahí, encajaba exactamente con la altura de la ventana, como si la arquitectura la hubiera estado esperando para ofrecérsele como elemento a resignificar. Si realmente quisiera saltar ¿qué tendría sentido decirle?, ¿tendría sentido evitarlo?, ¿qué sería más violento: una caída o el intento de impedir que suceda? Esas preguntas me acechaban y yo hacía lo posible por disiparlas de mi cabeza. ¿Acaso ella quería que pensáramos al respecto?, ¿acaso ella quería que pensáramos cosas pensables, verbalizables, comunicables por medio de algo que no fuera un gesto o un movimiento?, ¿acaso querría que la miráramos a través de nuestra capacidad habitual de discernimiento?
Marianela está ahora en un rincón. Ha logrado que fijemos nuestra atención en un rollo de papel higiénico con el que danza, desde la esquina más lejana del salón, hasta acercarse a nosotros. Se acerca hasta que podemos recorrer su piel al detalle, dejarnos perturbar sin mayores distracciones, aunque nuevamente mi cabeza vuela a un libro y esta vez directo al Testo Yonqui, que estaba leyendo en esos días, prestado por Jarí. Me pregunto si ella también es su propio conejillo de indias, como nos a ser animaba Beatriz (hoy Paul) Preciado a ser todos, allá por el 2008. Observo su pilosidad y recuerdo esa potente invitación a desidentificarnos de los géneros que se nos atribuyen, así como la insistencia de Preciado en que más que los penes y las vaginas, son la voz y los pelos en el cuerpo los que nos hacen más fácilmente identificables como hombres masculinos o mujeres femeninas. Marianela exhibe una desnudez híbrida que sin embargo nos desafía desde un lugar mucho más frágil e incierto que el de la revolucionaria filósofa crítica del farmacopornocapitalismo. No hay arengas, conclusiones ni interpelaciones en segunda persona en su performance, quizá porque la primera persona ni si quiera es evidente. ¿Cuántas personas habitan esa primera persona?, ¿Cómo podemos dar forma sensible a esas otras formas de ser que desbordan la palabra yo en singular? Quizá a pesar de las diferencias en los lenguajes empleados, hay mucho en común en la manera en que ese libro y esta danza nos desafían, seduciéndonos, confundiéndonos. Ambos resultan una perturbadora invitación a preguntarnos por la multiplicidad de posibilidades que encerramos en nuestros cuerpos. Y ambos son el resultado de un trabajo minucioso, consecuente con apuestas vitales que se implican de forma concreta en disputar los hábitos que nos impiden salir de ese encierro.
Inventándose rituales propios con un rollo de papel higiénico, Ruíz continúa la secuencia de movimientos que nos tiene subyugados. Al terminar, mis amigos españoles se acercan a saludarla. Yo sigo intentando procesar lo visto cuando veo que me llaman. Me encuentro aún sin palabras cuando me la presentan y luego me parece inverosímil que el cuerpo que acaba de compartir públicamente la densidad de su experiencia, de manera tan hipnotizante como perturbadora, pueda devolver la mirada con una sonrisa generosa y un casi inocente brillo en los ojos. Alex, Kike y yo casi no podemos hablar, mientras ella nos mira con atención y alegría.
Caminamos conversando de regreso al barrio de Exarcheia. Comemos un souvlaki de 1 euro con 30 centavos. Intercambiamos algunas opiniones sobre la Documenta14. Estoy cansada y sobre estimulada. Quiero releer a Clarice, a Octavia y mostrarles a los demás los trabajos de Benvenuto. Quiero aprender a hacer dialogar las heridas de la historia con las heridas de mi cuerpo, como lo hace él, y a explorarlo como si fuera a la vez algo tan mío como ajeno, como parece hacer Marianela. Llego a mi casa a escribir en mi agenda lo que hice este día, y a investigar qué haré los días que vienen. La semana estará variada: una relectura de Kavafis con Nietzsche en clave queer, organizada por Studio 14 para Documenta, un concierto de una antigua leyenda griega de la música experimental, el taller de estudios de los gestos de Alezandra Bazschetiz, y también mi cumpleaños número 36.
De las 5:00 a las 8:00 pm
Estas sospechas se confirmaron al poco rato, pues mi día continuó dedicado a la atenta escucha, pero esta vez los extranjeros (artistas residentes de Capacete) escuchamos, totalmente entregados, a un griego, Orestes Doulos, el hermano de uno de los residentes, Nikos. Orestes es miembro del Partido Comunista Griego y participó en la coalición de izquierda que apoyó a Ziriza hasta que éste hizo todo lo que hubiera hecho de haber ganado el Sí, a pesar haber ganado el No, en el referéndum del 2015. Orestes nos hizo un breve repaso por la historia reciente de su país, vinculando su condición de ser el eslabón más frágil de la cadena que compone la Unión Europea, con la debilidad de su base productiva, una casi inexistente industria y una economía de servicios, exceptuando las inversiones de los dueños de los barcos, quienes también poseen los equipos de futbol y los medios de comunicación. Es decir, un puñado de magnates tradicionalmente beneficiado por el Estado, entre los cuales destaca el imperio Onassis.
(...)
Hoy él es consciente de que adviene el colapso. Dice que nadie cree que Grecia pagará la deuda y que todos lo están esperando, aunque no es claro cómo pueden estar preparándose para su llegada. Raúl recordó entonces a quien acuñó el término “antropoceno” y cómo según él, lo que deberíamos hacer es dejar de pretender cambiar un final irreversible y más bien preguntarnos seriamente cómo queremos utilizar nuestra etapa final sobre la tierra. Raúl dijo que haber venido acá, desde nuestros respectivos países, era como haber venido a acompañar un proceso de despedida, de duelo. Yo me preguntaba cómo ayudar a facilitar un duelo colectivo de una izquierda con el corazón roto, ¿cómo tratar de curar las heridas causadas al constatar que esperanzas genuinas fueron apostadas a quien probablemente ya sabía que no cumpliría lo que prometía? Recordaba también la ilusión que su referéndum despertó en otras partes del mundo, en países lejanos y muy distintos, en tantas otras izquierdas que también necesitan curarse, en mí y en tantas otras personas que hemos pasado los últimos años recuperándonos de decepciones semejantes, preguntándonos cómo volver a conectarnos con la posibilidad de creer en cambios colectivos y reales.
La incertidumbre y la melancolía nos fueron envolviendo, pero como sentimientos discretos y hasta amables, quizá porque nos sentíamos del bando correcto, ante el panorama de los extremismos locales que Orestes nos describía, pero sobre todo porque estábamos juntos, reunidos. Sentíamos que por fin empezábamos a comprender las maneras sutiles en las que la desesperanza se manifestaba entre gentes que hasta entonces nos habían parecido entusiastas, abiertos y muy gentiles. La plazita de Kipseli en sí misma no parecía evidenciar ese sombrío estado anímico general, con sus bien cuidados jardines, animadas cafeterías y juegos realizados por los niños y niñas del barrio. Hablábamos de depresión en un entorno alegre.
Estábamos concentrados en aprender de este nuevo contexto, cuando de pronto sonó un golpe seco, duro, muy violento. Volteamos a mirar de dónde venía el ruido y pudimos ver una pierna que regresaba a su posición vertical luego de haberse flexionado y estirado rápidamente para alcanzar a patear una paloma, como si fuera una pelota de fútbol que protagoniza un penal decisivo. El hombre que casi mata a ese animal volteó malhumorado mientras la mujer que lo acompañaba sonreía. Las palomas huyeron velozmente. Seguramente una de ellas murió al poco rato, con los órganos internos reventados, no lo sé. Sé que sentí un escalofrío intenso. Que me vibró todo el cuerpo llenándoseme de una energía angustiante, mientras compartía un dolor que se conectaba al de Sol, Gris y Raúl. Nuestras miradas se encontraron rápidamente, impávidas en ese momento de confusión y de inverosimilitud. Gian se reía al escuchar que Orestes solo comentó que “así eran los balkanes” y yo pensé que realmente desconozco demasiado al respecto si ese episodio pudo sacudirme como nada que hubiera visto hasta entonces durante mi estadía en Atenas. Ni los encuentros cotidianos con yonquies con opacas concavidades en lugar de ojos, ni los restos de sus precarias pertenencias en los parques; ni las veredas con condones, agujas e inyecciones desparramadas; ni el imparable flujo de clientes saliendo y entrando a toda hora de evidentes prostíbulos; ni las ficciones de refugio hechas con materiales reciclados donde la gente duerme en las calles; ni la mano ensangrentada que vi hace pocos días, luego de una pelea en una zona transitada solo por hombres, noche y día. No sé si tiene sentido elaborar una lista como esta, sobre todo porque cada día pasan cosas que podría sumarle, pero a pesar de eso, hasta ahora nada ha estremecido mi cuerpo como esa patada.
La sencilla generosidad de Orestes, sin embargo, logró recuperar nuestra concentración y continuamos conversando, largamente, hasta cuando me di cuenta de que iba a ser la hora de una función de butoh a la que quería asistir.
De las 8:30 pm al vacío
En un espacio llamado Kodo, se presentaba la española Marianela León Ruíz, que una de las pocas practicantes de esa danza en el Perú me había recomendado conocer. El lugar estaba totalmente en silencio, y Marianela tenía toda la atención del pequeño auditorio, así como la mía. Ella se movía lentamente sobre una silla, echándose y replegándose sobre sí, nunca cómoda, nunca estable: su cuerpo controlaba la situación, pero al mismo tiempo parecía estar dudando si decidirse a dejarse caer a alguna especie de vacío que empezábamos a intuir a su alrededor. Y que poco a poco nos daríamos cuenta de que nos lo hacía habitar.
La silla terminó estando entre sus piernas, acompañándola en un caminar rengueante, dificultoso, como si fuera la prótesis de alguna extremidad invisible que se abría paso en el mundo material, a su costa. Las sensaciones que me produce el verla me son de alguna manera familiares. Ya sé. Clarice. Clarice Lispector. La pasión según G.H.
(“He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin necesitar siquiera inquietarme por ello.”)
Cuando se liberó de la silla, los movimientos fueron tomando todo el cuerpo, pero su paso a una mayor libertad no fue simple ni fluido. Había en ella algo que parecía surgir en medio de una lucha interna cuya angustia no llegábamos a comprender totalmente, por más que era notoria física y sonoramente, gracias a ciertos ruidos que Marianela hacía, o que más bien, salían a través suyo, como si ella no pudiera evitarlo. Sus contracciones entrecortadas alternaban la expansión y la apertura de sí, con gestos introvertidos de los cuales nuevamente brotaba ese otro yo que parecía estar exigiendo parirse a sí mismo. Los sonidos que llegaban a nosotros a través de ella me hacían pensar en algún ave inexistente, mientras su cuerpo seguía indeciso entre expulsar o proteger esas otras alteridades que parecían habitarla. Nuevamente la angustia venía a mí, recorriendo mi cuerpo, despertando los remanentes de la sensación que me produjo la paloma que fue pateada mientras pasaba el rato inadvertidamente. Afuera lloraba un bebé, incansable. Su llanto volvía intensificaba los estremecimientos que me recorrían. Nuevamente cierta familiaridad en el ritual que presenciábamos me llevaba a un libro que me conmovió mucho. Esta vez Octavia. Butler. Bloodchild.
(“Terrans should be protected from seeing.” I didn’t like the sound of that—and I doubted that it was possible. “Not protected , I said. “Shown. Shown when we’re young kids, and shown more than once. Gatoi, no Terran ever sees a birth that goes right. All we see is N’Tlic—pain and terror and maybe death.” She looked down at me. “It is a private thing. It has always been a private thing.”)
Como si Marianela estuviera mostrándonos lo que es vivir sabiéndonos habitados por la muerte. Por la muerte a la que nos vamos acercando cada día vivido; por la muerte de quienes queremos y que lamentamos como si pudiéramos hacer algo para evitarla; por la muerte que nos rodea y ante la que elegimos ser indiferentes para sobrellevar la impotencia. También era como si observándola pudiéramos comprender algo sobre la falta que nos constituye, como si observándola pudiéramos hacer vibrar esa falta en cada uno de nosotros. No comprenderla racionalmente ni intentar localizarla o fijarla, sino encarnarla, al menos por un momento. Es decir, aceptar más bien nuestra falta de comprensión. Nuestra incapacidad para comprender la falta y la muerte, sobre todo la propia.
“(No. Toda comprehensión intensa es finalmente la revelación de una profunda incomprehensión. Todo momento de hallar es un perderse a uno mismo. Tal vez me haya acontecido una comprehensión tan total como una ignorancia, y de ella vaya a salir intacta e inocente como antes. Cualquier entender mío nunca estará a la altura de esa comprehensión, ya que solamente vivir es la altura a la que puedo llegar, mi único nivel es vivir. Sé que ahora, ahora conozco un secreto. Que ya estoy a punto de olvidar, ah, siento que estoy a punto de olvidarlo...”)
Marianela se dirige hacia la ventana de ese tercer piso en el que estamos. Para entonces ya se ha quitado la ropa y su cuerpo, delgado, algo peludo, se encarama en el dintel apoyándose en la silla de una espectadora. Seguramente la espectadora no llegó a ese lugar pensando que en algún momento todos nuestros ojos se dirigirían hacia ella. Más aun, al despertar ese día, probablemente no imaginó que más tarde tendría a pocos centímetros del rostro una pierna desnuda y el vello púbico de Marianela, y que sería partícipe de la compleja broma que nos estaba jugando. Y es que claro que causaba gracia verla parada en el borde de la ventana, con medio cuerpo fuera y pensar en los transeúntes a los que se le apareció de pronto un culo al aire en su paseo por el centro turístico ateniense. Pero también producía un cierto escalofrío el saberla en el límite exacto entre el resguardo y la caída, al borde de esa posibilidad, aun si fuera metafóricamente hablando. Su cuerpo estaba ahí, encajaba exactamente con la altura de la ventana, como si la arquitectura la hubiera estado esperando para ofrecérsele como elemento a resignificar. Si realmente quisiera saltar ¿qué tendría sentido decirle?, ¿tendría sentido evitarlo?, ¿qué sería más violento: una caída o el intento de impedir que suceda? Esas preguntas me acechaban y yo hacía lo posible por disiparlas de mi cabeza. ¿Acaso ella quería que pensáramos al respecto?, ¿acaso ella quería que pensáramos cosas pensables, verbalizables, comunicables por medio de algo que no fuera un gesto o un movimiento?, ¿acaso querría que la miráramos a través de nuestra capacidad habitual de discernimiento?
Marianela está ahora en un rincón. Ha logrado que fijemos nuestra atención en un rollo de papel higiénico con el que danza, desde la esquina más lejana del salón, hasta acercarse a nosotros. Se acerca hasta que podemos recorrer su piel al detalle, dejarnos perturbar sin mayores distracciones, aunque nuevamente mi cabeza vuela a un libro y esta vez directo al Testo Yonqui, que estaba leyendo en esos días, prestado por Jarí. Me pregunto si ella también es su propio conejillo de indias, como nos a ser animaba Beatriz (hoy Paul) Preciado a ser todos, allá por el 2008. Observo su pilosidad y recuerdo esa potente invitación a desidentificarnos de los géneros que se nos atribuyen, así como la insistencia de Preciado en que más que los penes y las vaginas, son la voz y los pelos en el cuerpo los que nos hacen más fácilmente identificables como hombres masculinos o mujeres femeninas. Marianela exhibe una desnudez híbrida que sin embargo nos desafía desde un lugar mucho más frágil e incierto que el de la revolucionaria filósofa crítica del farmacopornocapitalismo. No hay arengas, conclusiones ni interpelaciones en segunda persona en su performance, quizá porque la primera persona ni si quiera es evidente. ¿Cuántas personas habitan esa primera persona?, ¿Cómo podemos dar forma sensible a esas otras formas de ser que desbordan la palabra yo en singular? Quizá a pesar de las diferencias en los lenguajes empleados, hay mucho en común en la manera en que ese libro y esta danza nos desafían, seduciéndonos, confundiéndonos. Ambos resultan una perturbadora invitación a preguntarnos por la multiplicidad de posibilidades que encerramos en nuestros cuerpos. Y ambos son el resultado de un trabajo minucioso, consecuente con apuestas vitales que se implican de forma concreta en disputar los hábitos que nos impiden salir de ese encierro.
Inventándose rituales propios con un rollo de papel higiénico, Ruíz continúa la secuencia de movimientos que nos tiene subyugados. Al terminar, mis amigos españoles se acercan a saludarla. Yo sigo intentando procesar lo visto cuando veo que me llaman. Me encuentro aún sin palabras cuando me la presentan y luego me parece inverosímil que el cuerpo que acaba de compartir públicamente la densidad de su experiencia, de manera tan hipnotizante como perturbadora, pueda devolver la mirada con una sonrisa generosa y un casi inocente brillo en los ojos. Alex, Kike y yo casi no podemos hablar, mientras ella nos mira con atención y alegría.
Caminamos conversando de regreso al barrio de Exarcheia. Comemos un souvlaki de 1 euro con 30 centavos. Intercambiamos algunas opiniones sobre la Documenta14. Estoy cansada y sobre estimulada. Quiero releer a Clarice, a Octavia y mostrarles a los demás los trabajos de Benvenuto. Quiero aprender a hacer dialogar las heridas de la historia con las heridas de mi cuerpo, como lo hace él, y a explorarlo como si fuera a la vez algo tan mío como ajeno, como parece hacer Marianela. Llego a mi casa a escribir en mi agenda lo que hice este día, y a investigar qué haré los días que vienen. La semana estará variada: una relectura de Kavafis con Nietzsche en clave queer, organizada por Studio 14 para Documenta, un concierto de una antigua leyenda griega de la música experimental, el taller de estudios de los gestos de Alezandra Bazschetiz, y también mi cumpleaños número 36.